Uno de los grandes cuentos de Bradbry.
Durante
bastante días, en los que estuvo recibiendo partes metálicas y otros trastos,
que Charles Braling llevaba con ansiedad febril a su pequeño taller, se estuvo
oyendo continuamente martillear y golpetear. Era un hombre moribundo, casi
agonizante, y parecía tener mucha prisa, entre accesos de tos y escupitajos, en
montar un último invento.
- ¿Qué es lo
que estás haciendo? - inquirió su hermano menor Richard Braling. Había
escuchado con creciente dificultad y mucha curiosidad todo aquel trastear y
martillear, y ahora metió la cabeza por la puerta del taller.
- Vete muy
lejos, y déjame tranquilo - dijo Charles Braling, que tenía setenta años y se
pasaba temblando y babeando la mayor parte del tiempo. Temblequeando, colocaba
clavos en su lugar, y temblequeando los martilleaba con débiles golpes sobre un
gran madero, colocando luego una pequeña tira de metal dentro de una intrincada
máquina. Estaba trabajando como un loco.
Richard
continuó mirando, con ojos amargos, durante largo tiempo. Se odiaban. Llevaban
haciéndolo durante bastantes años, y ahora, el que Charlie se estuviera
muriendo no alteraba la situación. Richard estaba muy contento al conocer que
se le acercaba la muerte, cuando pensaba en ello. Pero todo este dedicado
fervor de su hermano le preocupaba.
- Dímelo, por
favor - dijo, sin moverse de la puerta.
- Si es que
quieres saberlo - gruñó el viejo Charles, metiendo algo en la caja colocada
frente a él -, estaré muerto dentro de una semana, así que estoy... ¡estoy
fabricando mi propio féretro!
- ¿Un féretro,
mi querido Charlie?; eso no «parece un» féretro. Un féretro no es tan complejo.
Venga ya, ¿qué es lo que estás haciendo?
- ¡Te digo que
es un féretro! Un féretro raro, pero sin embargo... - el viejo movió los dedos
por dentro de la gran caja -, sin embargo, un féretro.
- Pero sería
más fácil comprar uno.
- ¡No uno como
éste! No se podría comprar uno como éste en ninguna parte, nunca. Oh, desde
luego, será un féretro verdaderamente bueno.
- Obviamente
estás mintiendo - Richard se movió hacia delante -. ¡Pero si ese féretro tiene
más de tres metros y medio de largo! ¡Tiene un metro y medio más largo del
tamaño normal!
- ¿Y? - el
viejo rió silenciosamente.
- Y una tapa
transparente. ¿Quién ha oído hablar de un ataúd a través del cual se puede
mirar? ¿Para qué le sirve a un cadáver una tapa transparente?
- Bah,
simplemente, no te preocupes - cantó alegremente el viejo -. ¡Laaa! - y
continuó canturreando y martilleando por el taller.
- ¡Este ataúd
es terriblemente grueso! - gritó el hermano menor por encima del ruido -. ¡Pero
si debe tener un metro y medio de espesor! ¡Es totalmente innecesario!
- Tan sólo
desearía poder vivir para patentar este asombroso féretro - dijo el viejo
Charlie -. Sería un regalo del cielo para todas las gentes pobres del mundo.
Piensa en cómo eliminaría los gastos en la mayor parte de los funerales. Ah,
pero naturalmente, tú no sabes cómo haría esto, ¿no es así? ¡Qué tonto soy!
Bueno, no te lo diré. Si este ataúd fuera producido en serie, naturalmente al
principio saldría caro, pero cuando uno lograse producirlo en grandes
cantidades, ah, la cantidad de dinero que se ahorraría la gente.
- ¡Al infierno
con ello! - y el hermano menor salió echando chispas del taller.
Había sido una
vida desagradable. El joven Richard siempre había sido tan inepto que nunca
había logrado juntar dos monedas al mismo tiempo. Todo su dinero le había
venido de su hermano mayor Charlie, que había tenido la indecencia de
recordárselo a cada momento. Richard pasaba muchas horas con sus diversiones:
le gustaba mucho el amontonar las botellas de vino francés en el jardín.
- Me gusta la
forma en que «brillan» - decía a menudo, sentado y dando un trago, dando un
trago y estando sentado. Era el hombre del país que podía mantener la mayor
cantidad de ceniza de un cigarro de cincuenta centavos durante más tiempo. Y
sabía cómo poner la mano de forma en que sus diamantes brillasen a la luz. Pero
ni había comprado el vino ni los diamantes ni los cigarros. ¡No! Todo era
regalos. Nunca le permitía comprar nada. Siempre se lo compraba todo y se lo
daba. Tenía que pedírselo todo, incluso el papel de escribir. Se consideraba
casi un mártir por haber aceptado el recibir cosas de aquel pesado hermano suyo
durante tanto tiempo. Todo en lo que Charlie ponía la mano se convertía en
dinero. Todo lo que Richard había intentado para lograr una vida de placeres
había fracasado.
Y ahora ahí
estaba el vejestorio ese, trabajando en un nuevo invento que probablemente le
daría un buen capital adicional aun después de que sus huesos se estuviesen
pudriendo en la tierra.
Bueno, pasaron
dos semanas.
Una mañana, el
hermano mayor subió arriba y robó las tripas del fonógrafo eléctrico. Otra
mañana, invadió el invernadero del jardinero. Y en otra ocasión, recibió una
entrega de una compañía médica. Todo lo que podía hacer el joven Richard era
sentarse y sostener su larga ceniza gris de cigarro quieta mientras las
murmurantes excursiones tenían lugar.
- ¡He
terminado! - gritó el viejo Charlie a la catorceava mañana. Y cayó muerto.
Richard terminó
su cigarrillo y, sin demostrar la más mínima excitación, lo dejó en el
cenicero, con su hermosa y larga ceniza de al menos cinco centímetros de largo
- un verdadero récord - para levantarse luego.
Caminó hasta la
ventana y contempló como la luz del sol jugueteaba alegremente entre las
gruesas botellas de champaña en el jardín.
Miró hacia
arriba, al final de las escaleras, en donde el querido viejo hermano Charlie
yacía apaciblemente derrumbado sobre la baranda. Luego, se dirigió al teléfono
y descuidadamente marcó un número.
- ¿Oiga? ¿La
funeraria Verde Pradera? Aquí es la residencia Braling. ¿Tendrán la bondad de
enviar a alguien? Sí. Para mi hermano Charlie. Sí. Gracias. Gracias.
Mientras la
gente de las pompas fúnebres estaban metiendo al hermano Charlie en un baúl de
mimbre, recibieron sus instrucciones:
- Un ataúd
ordinario - dijo el joven Richard -. No quiero servicio funerario. Póngalo en
un féretro de pino. Él lo habría preferido así: simple. Adiós.
- ¡Ahora! -
dijo Richard, frotándose las manos -. ¡Ahora veremos ese «ataúd» fabricado por
el querido Charlie! No creo que se dé cuenta de que no lo están enterrando en
su caja especial. Ja.
Entró en el
taller del piso alto.
El ataúd se
hallaba frente a unas ventanas de estilo francés abiertas; con su tapa cerrada,
completo y bien acabado, montado con la precisión de un reloj suizo. Era
amplio, y descansaba sobre una muy larga mesa con rodillos por debajo para su
fácil manejo.
El interior del
ataúd, como vio mientras curioseaba por la tapa acristalada, tenía un metro
ochenta de largo. Debían de haber noventa centímetros de doble fondo tanto a
los pies como en la cabeza del féretro. Noventa centímetros a cada lado que tal
vez revelasen, cubierto por paneles secretos que en alguna forma debería
abrir... ¿exactamente el qué?
Dinero,
naturalmente. Sería muy propio de Charlie el llevarse consigo a la tumba su
dinero, dejando a Richard sin un solo centavo con el que comprar una simple
botella. ¡El viejo tacaño!
Alzó la tapa
transparente y palpó el interior, no encontrando ningún botón escondido. Había
un pequeño cartelito escrito cuidadosamente en papel blanco, y colocado con
chinchetas a un lado de la caja forrada de satén. Decía:
«EL ATAÚD
ECONÓMICO BRALING. De fácil manejo. Puede ser usado una y otra vez por las
funerarias y las familias previsoras.»
Richard dio un
débil bufido. ¿A quién creía estar engañando Charlie?
Había algo más
escrito:
«INSTRUCCIONES:
SIMPLEMENTE COLOQUEN EL CUERPO EN EL ATAÚD.»
Qué cosa más
tonta. ¡Colocar el cuerpo en el ataúd! ¡Naturalmente! ¿Para qué iba a servir si
no? Siguió leyendo cuidadosamente, terminando con las instrucciones:
«SIMPLEMENTE
COLOQUEN EL CUERPO EN EL ATAÚD, Y COMENZARÁ A SONAR LA MUSICA.»
- «¡No puede
ser¡» - Richard se quedó con la boca abierta, mirando el cartel -. Que no me
digan que todo este trabajo ha sido para... - se dirigió a la abierta puerta
del taller, atravesó la terraza y llamó al jardinero, que se hallaba en su
invernadero -: ¡Rogers! - el jardinero sacó la cabeza -. ¿Qué hora es? -
preguntó Richard.
- Las doce en
punto, señor - replicó Rogers.
- Bueno, a las
doce y cuarto sube aquí arriba y mira si todo va bien.
- Sí, señor -
contestó el jardinero. Richard se dio la vuelta y volvió de nuevo al taller.
- Ahora
veremos... - dijo tranquilamente.
No pasaría nada
por meterse en la caja para probarla.
Había visto
pequeños agujeros de ventilación en los costados. Aunque estuviese la tapa
cerrada, no le faltaría aire. Rogers subiría en un momento o dos. Simplemente
coloquen el cuerpo en el ataúd, y comenzará a sonar la música. Realmente, qué
simple había sido su hermano. Richard se subió a la caja.
Era como un
hombre metiéndose dentro de una bañera. Se sintió desnudo y observado.
Introdujo un brillante zapato dentro del ataúd, e inclinó su rodilla,
apoyándose confortablemente, e hizo una pequeña observación no dirigida a nadie
en particular; luego, subió su otra rodilla y pie, y se quedó allí acurrucado,
como si estuviese inseguro acerca de la temperatura del agua del baño. Removiéndose,
riéndose suavemente, se tendió, bromeando consigo mismo; pues era divertido el
hacer ver que estaba muerto, que la gente estaba llorando por él, que humeaban
velas que lo iluminaban, y que el mundo se había quedado detenido a causa de su
muerte. Puso una cara de circunstancias, cerró los ojos, y contuvo su risa tras
unos labios cerrados. Cruzó los brazos y decidió que se sentía inerte y frío.
«Brrr...
¡clang!» Algo susurró dentro de la pared de la caja. «¡Clang!»
¡La tapa se
había cerrado sobre él!
Desde fuera, si
alguien hubiera llegado a la habitación, se hubiera imaginado que un loco
estaba dando patadas, golpeando, chillando y agitándose dentro de un armario.
Se oía un atronar de carne y puños. Se oyó el sonido de un cuerpo bailando y
retorciéndose. Se oyó un chillido y un soplido producido por los pulmones de un
hombre atemorizado. Se oyó un crujido como el del papel, y el quejido de
numerosas gaitas tocadas a la vez. Entonces se oyó un alarido verdaderamente
hermoso. Luego... silencio.
Richard Braling
yacía en el ataúd, y se relajaba. Distendió todos sus músculos. Comenzó a reír.
El perfume de la caja no era molesto. A través de las pequeñas perforaciones
obtenía aire más que suficiente para vivir confortablemente. Tan sólo tenía que
empujar suavemente hacia arriba con las manos, sin molestarse en patalear y
gritar, y la tapa se abriría. Uno tenía que mantener la calma. Flexionó los
brazos.
La tapa estaba
firme.
Bueno, todavía
no había peligro. Rogers subiría dentro de un momento o dos. No había nada que
temer.
La música
comenzó a sonar.
Parecía venir
de alguna parte del interior de la cabeza del ataúd. Era música buena. Música
de órgano, muy lenta y melancólica, que recordaba a los arcos góticos y largas
velas negras. Olía a tierra y a susurros. Producía ecos hacia lo alto entre
paredes de piedra. Era tan triste que uno casi se echaba a llorar escuchándola.
Era música de plantas en macetas y ventanas con cristales azules y carmesíes.
Era el sol del atardecer y un frío viento soplando. Era una mañana con niebla y
la lejana sirena de un faro sonando.
- Charlie, Charlie, Charlie, ¡viejo tonto! ¡Así que este es tu raro
ataúd! - lágrimas de risa inundaron los ojos de Richard -. Nada más que un
féretro que suena su propia música fúnebre. ¡Oh, por mi santa abuela!
Yació, y
escuchó críticamente, pues era una hermosa música, y no podía hacer nada hasta
que subiese Rogers y lo dejase salir. Sus ojos erraban sin rumbo. Sus dedos
tamborileaban suaves cancioncillas en los cojines de satén. Cruzó las piernas
indolente. A través de la tapa acristalada vio la luz penetrando por las
ventanas de estilo francés, y observó las partículas de polvo bailando. Era un
bello día azul con jirones de nubes en lo alto.
Comenzó el
sermón.
Se acalló la
música de órgano, y una suave voz dijo:
- Estamos aquí
reunidos, aquellos que conocíamos y amábamos al finado, para rendirle nuestro
homenaje.
- ¡Charlie, bendito seas! ¡Esa es «tu» voz! - Richard estaba encantado.
Un funeral transcrito mecánicamente, ¡por Dios! ¡Música de órgano, y un sermón
en discos! ¡y el propio Charlie rezando su responso por sí mismo!
La suave voz
continuó diciendo:
- Aquellos que
lo conocimos y que lo amamos estamos apenados por el fallecimiento de...
- ¿Qué fue
«eso»? - Richard se semiincorporó, asombrado. No podía creer lo que había oído.
Lo repitió para sí mismo, tal y como lo había oído -: Aquellos que lo conocimos
y que lo amamos estamos apenados por el fallecimiento de Richard Braling.
Esto era lo que
había dicho la voz.
- Richard
Braling - dijo el hombre del ataúd -. ¡Pero si yo «soy» Richard Braling!
Un desliz,
naturalmente. Simplemente, un desliz. Charlie había querido decir «Charles»
Braling. Seguro. Sí. Naturalmente. Sí. Seguro. Sí. Naturalmente. Sí.
- Richard era
una buena persona - dijo la voz, continuando -. No conoceremos a nadie mejor en
nuestros días.
- ¡«De nuevo»
mi nombre!
Richard comenzó
a agitarse inquieto en el interior del féretro.
¿Por qué no
subía Rogers?
Era muy difícil
que fuera una equivocación el usar dos veces un nombre. Richard Braling. Richard Braling. Estamos aquí reunidos. Te
echaremos de menos... Nos apena... No habrá un hombre mejor... No encontraremos
uno mejor en nuestros días... Estamos aquí reunidos... El
fallecido... Richard Braling... «Richard» Braling.
«¡Trrrrr!
¡Caplum!»
¡Flores! ¡Seis
docenas de brillantes flores azules, rojas y amarillas saltaron de dentro del
ataúd impelidas por ocultos muelles!
El dulce olor
de flores recién cortadas llenó el féretro. Las flores se balanceaban
suavemente ante su asombrada vista, golpeando silenciosamente la tapa
transparente. Otras saltaron, y otras, hasta que el ataúd estuvo recubierto por
pétalos y color y dulces aromas. Gardenias y dalias y petunias y narcisos,
temblando y brillando.
- ¡Rogers!
El sermón
continuaba:
-...Richard
Braling, en su vida, fue un conocedor de las cosas grandes y buenas...
La música
suspiró, se hizo más fuerte y disminuyó de nuevo en la distancia.
-...Richard
Braling saboreó la vida como lo hace uno con un vino de vieja cosecha,
paladeando...
Se abrió un
pequeño panel en el costado de la caja. Una rápida palanca metálica saltó. Una
aguja se clavó en el tórax de Richard, no muy profundamente. Gritó. La aguja le
inyectó una buena dosis de líquido coloreado antes de que pudiera agarrarla.
Luego se volvió a introducir en su receptáculo y el panel se cerró de golpe.
- ¡Rogers!
Un creciente
abotargamiento. Repentinamente, no podía mover sus dedos o sus brazos, o girar
la cabeza. Sus piernas estaban inertes y frías.
- Richard
Braling amaba las cosas bellas. La música. Las flores - dijo la voz.
- ¡Rogers!
Esta vez no
logró gritarlo. Tan sólo pudo pensarlo. Su lengua estaba inerte en su boca
anestesiada.
Se abrió otro
panel. De él surgieron fórceps metálicos, en el extremo de brazos de acero. Su
muñeca izquierda fue traspasada por una gran aguja absorbente.
Su sangre
estaba siendo extraída de su cuerpo.
Oyó una pequeña
bomba funcionando en alguna parte.
-...echaremos a
faltar a Richard Braling de entre nosotros...
El órgano
sollozaba y murmuraba.
Las flores lo
contemplaban, agitando sus cabezas cubiertas de brillantes pétalos. Seis
cirios, negros y esbeltos, se alzaron de receptáculos ocultos y quedaron entre
las flores, parpadeando y luciendo.
Otra bomba
comenzó a funcionar. Mientras su sangre era vertida por un extremo de su
cuerpo, su muñeca derecha fue también traspasada, aferrada y clavada por una
aguja, mientras la segunda bomba comenzaba a introducirle formaldehído en sus
venas.
«Chup», pausa, «chup», pausa, «chup», pausa, «chup», pausa.
El ataúd se
movía.
Un pequeño motor
traqueteaba y vibraba. La habitación se deslizó por ambos lados. Pequeñas
ruedas giraban. No eran necesarios portadores. Las flores se agitaban a medida
que el ataúd salía a la terraza bajo un claro cielo azul.
«Chup», pausa, «chup», pausa.
- Richard Braling
será echado a faltar por todos sus...
Dulce y suave
música.
«Chup», pausa.
- Ah, dulce
misterio de la vida, al fin... - cantos.
- Braling, el
gourmet...
- Ah, conozco
al fin el secreto de todas...
Contemplando,
contemplando, con sus ojos ciegos, el pequeño letrero con el rabillo de sus
ojos. «EL ATAUD ECONOMICO BRALING.»
«Instrucciones:
Simplemente coloquen el cuerpo en el ataúd, y comenzará a sonar la música.»
Un árbol pasó
por encima. El ataúd rodaba suavemente a través del jardín, por detrás de unos
matorrales, llevando consigo la voz y la música.
- Y es ya la
hora en que debemos confiar esta parte de este hombre a la tierra...
De los costados
del féretro surgieron pequeñas palas brillantes.
Comenzaron a
cavar.
Vio como las
palas lanzaban la tierra hacia arriba. El ataúd se hundía. Golpeaba, se hundía.
Paletada, golpe, hundimiento; paletada, golpe y hundimiento de nuevo.
«Chup», pausa.
«Chup», pausa. «Chup», pausa. «Chup», pausa.
- Las cenizas
con las cenizas, el polvo con el polvo...
Las flores
brillaban y se mecían. La caja estaba ya profunda. La música sonaba.
La última cosa
que Richard Braling vio fue los brazos de las palas del Ataúd Económico Braling
extendiéndose y cubriendo el agujero con tierra.
- Richard Braling, Richard Braling, Richard Braling, Richard Braling,
Richard Braling...
El disco se
había rayado.
Pero a nadie le
importaba. Nadie lo escuchaba.
FIN
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